He contado mentiras a los gatos que pasaban por la calle y
luego he esperado a ver cómo reaccionaban. Les he hablado en el lenguaje de
gatos más apoteósico que se pueda encontrar.
He fracasado cuando intenté estirar mis brazos para tocar la
luna y mucho más fracasé cuando lo intenté durante el día, maldiciendo al sol
por toda la oscuridad que anhelaba. Os juro que se rió de mí.
He escondido objetos valiosos de personas ajenas a esta
ciudad, los enterré bajo la arena y me olvidé de recogerlos para darles algún
uso.
Nunca fui melómano y fingí que lo era para desengañarme de
este mundo tan atroz en el que solo podía salvarme una flauta dulce sonando con
una canción de alguien que únicamente tocó en el metro.
Borré las heridas de mis recuerdos con un estropajo viejo
restregándomelo por piernas y brazos como si fuera un salvaje intentando
hacerse daño.
He olvidado mis años de penitencia en un bar de copas
mientras leía a Eduardo Galeano a la vez que tomaba un café irlandés y comía un
trocito de tarta de arándanos.
Odié a poetas que no tenían musa y me intenté camuflar entre
los abismos de una fotografía en blanco y negro para que alguien me adoptase
cómo inspiración suprema.
Me perdí entre las trincheras de una guerra de globos que
inventamos los chiquitos de aquel barrio obrero que siempre tenía confusión
para determinar cuál era la derecha y cuál era la izquierda.
Lloré al comprobar que la yema y la clara de huevo medio
vacío se habían separado y tiraban de mí en sentidos contrarios.
Me empapé de luces, sombras y reflejos hasta alcanzar la
figura chinesca perfecta que definiera un ovillo de lana que algunos osaron
llamarlo Planeta Tierra.
Me aventuré sin sentido, sin ganas, sin esmero, dispuesto a
no encontrarme jamás por miedo a darme cuenta de quién era realmente.
Me odié más a mi mismo que a nada ni a nadie en todo el
universo. Y cuando me culpé por ello, solo pude que odiarme más.
Aún no recuerdo el momento en el que me lancé al vacío de
oportunidades y las dejé pasar todas, una a una delante de mis ojos, fingiendo
creerme dueño de todas mis decisiones.
Intenté más adelante aplicar toda esta sarta de
interioridades a cualquier vida común y corriente, a espacios elocuentes y a
momentos suspicaces de quienes nunca me leerán.
Y si el éxito también es aplicable al fracaso, diré que
acerté de lleno.