Siempre lo supo. Siempre supo que los besos se crean del
papel, igual que los libros. Y que ambos arden igual de bien. Que las historias
nacen de chispas que se vuelven inmortales en un segundo, porque lo inundan
todo y todo es todo, claro.
Siempre lo sospechó, que
si juntaba historia y beso no podía salir nada bueno, nada normal… Que las
cenizas arden y la arena apaga. Y que el viento fortalece y extiende el fuego y
estos palos aún no se han cansado de arder y yo que sé, que ha coleccionado
todos los ingredientes del cóctel molotov de su vida y está jugando con gasolina
que quema igual y es más cara. Y que tiene las de perder. Y que pierde. Y que vuelve
a perder. Y que volverá a perder. Y que qué hijo de puta es el fuego. Y que
cuanto tiempo sin decir hijo de puta.
Que la vida es una noche mirando la hoguera de una playa
perdida esperando que pase algo, que a una chispa del fuego le dé por saltarse
las reglas y haga estallar todo por los aires. Ese milagro. Esa curva mal
cogida, ese termómetro rompiendo los barómetros. Joder con la suerte, joder con
los besos mal dados. Joder con tu piel. Cuantas putas hogueras dejadas a
medias, abandonadas. Como si tal cosa.
Pero no se le puede culpar, porque siempre lo supo. Siempre
lo sospechó y aun así apostó y jugó y perdió y acabo de barro hasta el cuello.
La puta conciencia en carne viva. Otra vez.
Ahora está bailando en la arena, justo delante de mí. Tiene
el pelo alborotado cayéndole por la cara, salta y ríe y habla de unos sueños o
algo así, brinda con agua salada y dice que el mar es su castillo. El castillo
que cuida su hoguera. Ha tachado una dedicatoria de un libro viejo y está
tirando las páginas de él a la hoguera. Día a día. Diario a diario. Beso a
beso. Historia a historia. Llama con llama. Chispa con chispa. Y ¡Boom!
Así pasan los milagros... Ardiendo... Tan despacio que piensas que todo ha pasado en una milésima de segundo.
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