Tiraron la estatua de la plaza mayor poco antes de las
fiestas del pueblo. Se rompió un brazo del impacto contra el suelo y él, que
andaba jugando cerca, recogió un dedo de metal que cayó justo en sus pies. No
podía dejar de mirar la estatua mientras los mayores celebraban la caída de
quién había sido su jefe de estado durante décadas.
Él, no entendía por qué un
trozo de metal podía tener tanto simbolismo. El niño de buenas notas y misa
diaria, con sus ocho años cargados de inocencia, se descubría mirando a la
gente de su pueblo rompiendo lo que hasta entonces habían llamado arte. Y él,
se sentía fuera de aquello, solo era un niño.
Se guardó el dedo de metal en el bolsillo y salió corriendo
de la plaza. Le preguntó a su madre por qué estaban tirando la estatua más
importante del pueblo y su madre le contó la historia de aquel dictador.
Dos días más tarde, en la iglesia se quedó mirando las figuras
e imágenes mientras todos rezaban de rodillas ante ellas. Estaba agarrando el
dedo de metal dentro del bolsillo, estaba poniendo todas las fuerzas que un
niño de ocho años puede poner para entender algo y como no llegaba a ninguna
conclusión, luego de enfadarse consigo mismo salió llorando de la iglesia.
Lloraba porque no podía ser adulto, porque no podía entender
lo que pasaba a su alrededor, porque no podía pensar como los demás y porque no
podía dejar de darle vueltas a aquello. Su madre le abrazó y le calmó y le
preguntó mil veces que le pasaba y el niñito contestó al fin: yo quiero
quedarme el dedo de metal pero tengo miedo de guardarlo y volverme como ellos.
Habían tirado una estatua y lo habían celebrando pensando
que empezaba la libertad, pero el niño vio que luego iban a la iglesia y
rezaban a diez estatuas más. Vio a las mismas personas hacer las cosas como
dios, cuyo hijo estaba en una estatua, les decía que las hicieran y el pobre
niño no podía encontrar la diferencia entre una estatua y otra. Él solo veía
hombres manejando a otros y a nadie le importaba donde cayeran los restos de
esas estatuas.
Su madre le dijo que tirara el dedo si le daba miedo y que
la diferencia entre ser un hombre bueno y malo no estaba en una estatua.
El niño decidió tirar el dedo al llegar a casa.
Mañana se habrá olvidado de todo esto, pensaba su madre.
Se equivocaba, treinta años después, el dedo seguía en la
mesita de noche. Nunca más volvió a
creer en dios, por suerte, tampoco en dictadores.
Es profesor de historia y siempre cuenta esta anécdota. Hay
que ser poeta para que aprendizajes así no se borren nunca de la memoria, aunque
haya poesías que no haga falta escribirlas.
PD: ni dios, ni iglesia ni ningún nombre relacionado con tan
basta hipocresía merecen llevar una letra mayúscula.