Ella siempre nos daba consejos por si había un
naufragio. Nos decía como debíamos abandonar el barco. Cómo colocar el
salvavidas y cómo saltar al mar.
Siempre prestaba una especial atención a no
hundirse si había un naufragio y quedábamos a la deriva. Creo que se ahogó
alguna vez. Que se hundió y nadie apareció para salvarla. Por eso nos explicaba
todo esto. No le tenía miedo al agua y salía a nadar cada mañana cuando vivía
en su casa de la playa. Siempre salía a nadar después del desayuno.
Tenía una rutina marcada, cada día hacía lo mismo, menos los martes. Los martes cogía su coche y
se iba no sabemos a dónde. Desaparecía. Ese día siempre subía la marea como
queriendo llamar su atención pero ella no iba a nadar los martes.
Un armario de su casa de la playa estaba lleno de
cuadernos. Escribía algo cada vez que salía del agua. Una nota sobre un
naufragio, un consejo para no hundirse en el mar. Era una experta en olas,
mareas y vientos.
Una vez se tatuó el viento en el brazo. Y nosotros le
preguntábamos cómo alguien puede tatuarse el viento. Se reía y nos decía que si
el viento es favorable no te ahogas.
Yo creo que fue feliz aunque a veces se ahogara. Creo
que aprendió a nadar para sobrevivir. Y cuando alguien quiere sobrevivir es
porque alguna vez fue feliz y quiere volver a vivir esa experiencia. Por eso
creo que ella lo fue.
Que caprichosa es la vida. Porque ella murió ahogada
en sus propios recuerdos, cuando olvidó como nadar. Cuando olvidó qué era un
naufragio.
Cuando su enfermedad apareció, salía a la playa y se
quedaba mirando el mar. Después del desayuno. Nunca más volvió a pisar el agua.
Sólo miraba el mar. Horas y horas. Luego entraba en la casa de la playa, abría
el armario y sacaba un cuaderno sin terminar. Escribía todos los días lo mismo:
aún no me he olvidado de olvidar. La fecha del día al lado. Y así durante años.
Los martes desaparecía y cuando se hacía de noche
teníamos que ir a buscarla. Se perdía y la encontrábamos llorando. Decía que
quería ir a un sitio pero que no recordaba cual. Qué necesitaba una brújula.
Nos costaba horas tranquilizarla.
Lo perdió todo menos su casa de la playa. Y allí nos
dejó un día, cuando la marea estaba más baja que nunca porque se había cansado
de llamar su atención. Creo que no murió por su enfermedad. Que murió de pura
melancolía por su mar, porque ya no podía nadar.
Un año después, un domingo me acerqué a la casa de la
playa para pasar el día de descanso. Descubrí un lugar escondido donde guardaba
brújulas y mapas que ella misma había hecho. Fotografías antiguas. Un diario de
un capitán de barco. Su padre había tenido un barco pero naufragó porque no
había un faro cerca. Murió intentando no ahogarse. No había viento favorable
para él. Ella sobrevivió por el mismo viento que mató a su padre. Por eso
construyó la casa de la playa en el lugar del naufragio. Un faro como homenaje
a todos los barcos hundidos.
Encontré un mapa que indicaba un lugar cerca de la
casa y fui a comprobar que era. Había escondido en el bosque una réplica exacta
del barco de su padre y cada martes iba a construir algo nuevo en él. Cada nota
que escribía en sus cuadernos cuando salía de nadar era un apunte sobre cómo
avanzar el barco. Nadie sabía nada. Nadie lo descubrió antes hasta ese día. Al
lado de la puerta principal había tallado una inscripción: el viento no te
salva. Te salva la furia con la que te agarras al salvavidas y lo bien nivelada
que tengas tu brújula.
Qué coraje tenía dentro la mujer mar. Cuánto nos quedó
por decirla. Ojalá hubiera sabido que nos salvó a todos, de ese naufragio que llaman soledad.