sábado, 6 de mayo de 2017

Permítame señor, el beneficio de la huida.

Permítame señor, el beneficio del éxito.

Un día cualquiera, un martes a las cuatro de la tarde cuando estoy esperando a cruzar un paso de cebra o esperando el bus, o esperando en la cola del súper, me doy cuenta. Soy consciente de todo lo que he perdido. De las oportunidades que he ido dejando pasar, de las historias que he quedado a medias. Y entonces, comprendo que han sido esas pérdidas las que me han llevado a estar donde estoy ahora, a esa espera. Y de mi depende que me sienta orgullosa de haberlas abandonado. De haber tomado la opción correcta, de haber sido lo suficientemente consecuente con mis actos.

Me miro desde fuera como miro ese plato de restaurante que estoy a punto de devorar, analizándolo, deseando que la conversación con el que tengo enfrente no decaiga antes de los postres. Deseando no arrepentirme de haber elegido esa comida, deseando que me guste. Porque para elegir eso, he tenido que rechazar otras opciones. Porque para que yo coma ese plato, otros se han quedado fuera o están cobrando un sueldo de mierda.

Y de nuevo estoy a la espera, tan quieta. Preguntándome si sobreviviría a una caída libre no planificada, porque con el ánimo que tengo mis alas no dan para mucho. Porque siempre me digo que hay que ser críticos con el pasado para rescatar solo los aprendizajes constructivos y dejar ir lo demás, que el equipaje lastra mucho y hay que tirar peso sin nostalgia. Desprenderse de las oportunidades que no nos permiten avanzar, olvidarse de las personas que nos anclan a un presente de ansiedad.

Por eso, cuando estoy parada esperando, ese día cualquiera, sólo me pregunto si mereció la pena perder. Si mereció la pena dejarles ir. Porque lo que no se cuenta en un currículum lleno de sueños son las pérdidas y lo que cuesta llegar hasta ahí. De momento no está catalogado como experiencia profesional. Así que valoro todas las veces que dije que no, valoro todo lo que se fue, valoro las veces que me decepcionaron, las veces que me rompí, las veces que me dejé llevar por inercia porque no podía más. Valoro las pérdidas, recojo los aprendizajes y desecho lo demás. Decido cada uno de mis pasos, me abrazo a la gente que me impulsa, y les impulso yo también. Escribo mi biografía y mi currículum de una manera coherente con mi pasado. Asumo el fracaso, negocio mis éxitos y no le permito a la ansiedad por un pasado que no voy a poder cambiar, quedarse más de cinco minutos en mi vida. Sueño mucho y me paro a pensar de vez en cuando cuál es el siguiente paso. Porque al final, el resultado de lo que soy es la manera en la que gestiono las pérdidas y las ganancias de mi pasado.

Y ahora estoy aquí, desprendiéndome de que lo que nunca me ayudó, agarrándome a mi sueño que también es mi vida y abriendo las ventanas de mi historia para que entre el aire fresco de los pequeños momentos y de las grandes personas que me rodean.

En septiembre de 2015 hice una lista en mi cuaderno de viaje con todas las cosas que nos perdíamos los expatriados. Navidades, cumpleaños, fiestas, cenas... y me preguntaba que repercusión tenía eso sobre nosotros mismos, porque el proceso de acostumbrarse a no estar era algo que me generaba mucha curiosidad y ansiedad.

En junio de 2016, me preocupaba justo lo contrario. Y ahora, ¿Cómo me acostumbro a estar? 
Meses después de volver, me di cuenta de que por mucho que vuelvas hay cosas que no se recuperan. Equipaje que se cayó por una fuga mientras tú volabas muy lejos.


Y hace un rato, leí una carta que me escribí a mí misma tenía 19 años. Una carta que debía leer unos años después. Y así lo comprendí, así me comprendí. Permítame señor, el beneficio de la pérdida. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario